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lunes, noviembre 12, 2012

La injusta igualación de lo diferente

Hace unos 400 años Blas Pascal distinguió entre "espíritu de geometría" y "espíritu de finura". Porque unas realidades son mensurables y otras no. Porque una cosa es la cantidad y otra la calidad; porque los polígonos y las personas son entes diferentes. Pascal, que de geometría sabía, prevenía frente a ese cartesianismo que reduce lo real a lo matemático.
400 años después, los epígonos del geometrismo siguen activos. Su credo es la igualdad; una igualdad numérica, que no distingue -no puede hacerlo- entre galgos y podencos, entre polígonos y personas, entre rebaños y sociedades humanas. Esos igualitaristas sostienen que todo es igual a todo, cuando lo cierto es que casi nada es igual a nada. No hay dos árboles iguales, ni dos libros iguales, ni dos cuadros iguales, ni dos personas iguales. Discernir implica pensar, razonar, respetar la realidad. Pero cuando el pensamiento es débil, la calculadora es fuerte.
Nada es igual a nada y, por supuesto, un hombre no es igual a una mujer, ni una mujer es igual a un hombre. Basta observar a un hombre y a una mujer en un breve lapso de tiempo para comprender que, afortunadamente, no somos iguales. Poseemos la misma dignidad humana, pero el cuerpo y la psicología, afortunadamente, insisto, son distintos. Un mundo de solo hombres sería un infierno, y quizá también lo sería un universo exclusivamente femenino.
Hombres y mujeres somos distintos y las relaciones que pueden establecerse entre unos y otros también lo son. Es obvia la diferencia entre una relación matrimonial, potencialmente engendradora de hijos, y otras diversas relaciones cognitivas, volitivas, afectivas y/o sexuales, pero la ideología tiene esa capacidad de negar la evidencia. Siempre los borrachos y algunos locos han rechazado lo patente, y esa negación era un contrapunto interesante. Mas instalarse en la ebriedad y negar sistemáticamente la evidencia es un contrasentido. ¡Peor para los hechos!, cuentan que espetó Hegel ante una objeción que indicaba un divorcio entre concepto y realidad. Y de ese "¡peor para los hechos!" hay mucha experiencia en los sistemas de explotación, de un lado y de otro, del siglo XX.
En la ideología de género -chapapote de la contemporaneidad- confluyen los materialismos teóricos -el estropicio comunista que logró el milagro de hacer vagos a los prusianos- y los prácticos: el capitalismo salvaje, responsable de nuestra actual crisis. Esta llamada ideología de género se decanta por el estropicio sexual, psicológico y biológico, a partir de un análisis tardomarxista que continúa desenmascarando conflictos y agudizándolos: al frustrarse el paraíso sociolaboral, quieren imponernos ahora el paraíso sexogenital. Sin salir de su paradigma teórico, aspiran a borrar las diferencias, tozudamente biológicas y antropológicas, entre hombres y mujeres. El siguiente paso puede ser -todo cabe en un delirio ideológico- implantar glándulas mamarias y ovarios a los hombres o lo equivalente en las mujeres.
El sintagma "Matrimonio de homosexuales" es una contradicción en sus términos, manipulación del lenguaje. Porque llamar con el mismo nombre a una unión que potencialmente puede traer niños al mundo y a otra que biológicamente no puede hacerlo es un palabricidio. Griegos y romanos se habrían asombrado de un acto semejante. A quienes compartían un joven amigo y, eventualmente, una esposa, no se les pasó por el magín que ambas relaciones fuesen "lo mismo", porque, sencillamente, no lo son.

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